‘E’ta mie’da se va’ir a pique…’
En la segunda entrevista que me hicieron para TeleMedellín, preguntaron por el susto más fuerte que había tenido en los viajes. En esa ocasión recordé la ida a Cepitá (Santander), con los precipicios del Cañón del Chicamocha a la vista. Aquella vez me asusté menos que el miércoles de ceniza del 2014.
Estando en el puerto de Sabanagrande (Atlántico), en una decisión rápida, se me ocurrió abordar el bote que salía para Sitionuevo, el municipio del departamento de Magdalena, que quería conocer. Así que con mucha ilusión subí a la embarcación de turno.
Peligro a la vista.
Al principio la navegación por el río más grande de Colombia fue tranquila y suave; íbamos unas 35 personas apiñadas sobre las tablas de quitar y poner que, hacen de bancas dentro del bote.
Pero a medida que avanzamos, se veía venir cantidad de ramas y palos por el río; el peligro se hizo inminente y algunos pasajeros comenzamos a hacer fuerza.
Esa basura que viene por el río, se debe a que en el interior del país está lloviendo copiosamente. Apenas ahora está llegando al norte del país, la evidencia de los estragos causados por las aguas: ramas grandes, troncos, racimos de tarullas y hasta escombros caseros.
El peligro radica en que fácilmente un trozo de madera puede romper la hélice del motor y quedaríamos a la deriva, en medio de las aguas color arequipe del río Magdalena, que avanza lento pero con tremenda fuerza.
Un joven auxiliar que iba adelante, le hacía señas al motorista que guiaba la nave desde la popa, para que hiciera los movimientos adecuados en el timón trasero. De acuerdo a las señas de su asistente de proa el conductor movía la palanca a la izquierda, o a la derecha y, si el guía ponía el brazo en alto, significaba que debía desacelerar el motor.
‘Eche, no joda…’
El problema mayor es que no todos los pasajeros llevan chaleco salvavidas. Y a mitad del río, el otro riesgo fueron las olas tan fuertes que sacudían nuestra barca. A esas ondas se les nota la fuerza, no forman crestas altas, dado que el agua es bastante espesa, pero sí son ondulaciones poderosas que, si se encrespan más, podrían dar al traste con la embarcación.
Como viajamos contra-corriente la lucha con el río es encarnizada. De pronto el agua comenzó a ingresar dentro del bote ante lo cual los pasajeros de los lados debían correrse, el movimiento de la canoa se pronunciaba y el peligro de volcamiento era inminente.
Esta es una canoa hecha con pedazos de tablas unidas con costillas de madera, por lo que no tiene mayores defensas técnicas. La verdad que ante tal circunstancia, no pude menos de preguntarme: ¡por qué me embarqué en esta aventura!
Debí palidecer cuando el pasajero detrás mío exclamó:
‘Eche no joda, e’ta mie’da se va a’ir a pique…’.
Por supuesto que el más asustado era yo, quien hago este recorrido por primera vez. La mayoría de los pasajeros están acostumbrados a estas vicisitudes, al principio hacían chanzas con el peligro y no se mostraron muy alarmados, hasta cuando el agua empezó a ingresar a la embarcación.
Afortunadamente lo malo, como lo bueno, no dura toda la vida y cuando superamos la mitad del río y estuvimos cerca al puerto de Sitionuevo, las aguas se fueron calmando y en solo 12 minutos, pudimos salir a salvo.
En este momento llega al puerto una lancha más segura que mi bote, pues tiene no solo uno, sino dos motores, y por estar hecha en fibra de vidrio, es más liviana y moderna que esta barca elemental y sin mayores recursos técnicos.
A favor de la corriente.
Así que desembarqué lo más rápido que pude, fui hasta la plaza del pueblo, que no es gran cosa, fotografié la fachada de la iglesia y el pequeño parque. También conocí la galería, que sí es distinguida, con sus columnas y arcos de medio punto bien pintados. Hasta allí vienen los lugareños a hacer el mercado, entre semana.
Regresé al embarcadero tan pronto como pude. Lo primero que hice fue asegurar mi salvavidas y abrochármelo de una vez en el tronco.
Ocupé las primeras bancas, las del fondo mientras la canoa se fue llenando de pasajeros. Ahora debemos pagar otros $2.000, no más, por el pasaje que, el dueño de la nave cobra mientras se hace la travesía.
No todos los pasajeros se colocaron salvavidas, a pesar de avisos en el puerto, que advierte acerca de la obligación de llevarlo puesto. Incluso contaba alguien que el viernes pasado, ese sí fue un viaje riesgoso, pues a mitad del río, las olas estaban tan enfurecidas que hasta los más avezados se santiguaron. Uhjm, cómo sería eso, ¡Dios mío!.
Antes de las seis de la tarde arrancamos y, afortunadamente por ser a favor de la corriente este viaje resultó ser más tranquilo. Las dos o tres olas que se formaron en el centro, no movieron la nave de manera que hubiese peligro. Así que en quince minutos desembarcamos en el puerto de Sabanagrande (Atlántico).
Barranquilla y no Santa Marta.
Ahora entiendo la razón por la cual los buses que vienen de Barranquilla, llegan hasta este el puerto, alejado del casco urbano. Continuamente vienen de paso para curramba, habitantes de los pueblos ribereños que residen al otro lado del río, especialmente en Sitionuevo y Remolino.
Para ellos es mucho más fácil, económico y cercano, llegar a la capital atlanticense, que ir por carretera destapada, varias horas hasta Santa Marta, la capital de su departamento.
Miércoles de Ceniza 5 de marzo de 2014