Abriaquí (Antioquia).
Domingo 9 de diciembre de 2012
Voy a aprovechar mi estadía en Santafé de Antioquia para ir a conocer Abriaquí, un municipio del occidente antioqueño que me falta por visitar.
Al momento llegó el bus que va para ‘open here’. Pagué $20.000 por el pasaje. La música que puso el conductor, deliciosa: de los años 60 y 70, canciones que hacía mucho tiempo no escuchaba y que eran mis preferidas durante la adolescencia.
En la vida normal, difícilmente uno saca tiempo para escuchar música, así que en los viajes es la oportunidad.
Me causa gracia el altarcito que le hicieron al bus, en el hueco en donde antes se ubicaba el televisor, de los viejos, los barrigones, que se usaron antes de los plasma. En ese nicho hay flores, una imagen de la Virgen del Carmen, que no podía faltar, y un Niño Jesús ‘con los bracitos levantados’, como implorando clemencia o cantando victoria.
A las diez de la mañana paró el bus Chevrolet, en Manglar para desayunar. Pedí un ‘chorizo no me olvides’, de esos que lo ponen a uno a eructar todo el día. Pero estaba rico y de gran tamaño, con eso ya tengo, incluso almuerzo, para el resto de la jornada.
Desde mi asiento en ‘el gallinero’, escucho muy bien el freno del motor cuando ‘escupe’, luego de contener el vehículo, para que no coja demasiado impulso en la bajada. Pasamos por la Hidroeléctrica La Herradura y luego aparecen las partidas de Chorodó.
Hacia la izquierda nos desviamos de la troncal para Urabá, empezamos el trayecto hasta Frontino, que es bien bonito por verde y con un río allá abajo, que cruza entre las montañas.
Paso a paso aparecen tres fincas muy bonitas, una de ellas Villa Alicia que se ve abajo, más cerca del río. Pero la que más me gustó fue la primera que vimos, como en la cima de un cerro, con corrales, varias palmeras y un guayacán florecido que le regala a la casa, una corona dorada.
Apenas si pude fotografiar un caballo que comía caña picada, como premio a su labor. Me encanta observar y fotografiar las bestias. Son tan nobles. Les hace falta la expresividad de los perros. Pero prefiero su silencio, al egoísmo de los gatos.
Pasamos por Manguruma, en el casco urbano de Frontino, y llegamos, al final de este barrio, a las partidas: a la izquierda para Abriaquí, y derecho, hacia Nutibara, a dos horas de viaje, y Murrí, mucho más allá, a cinco horas de Frontino. Allá es donde viven la mayoría de indígenas Embera.
Me cuentan que anteriormente todos estos terrenos estaban cultivados de caña. Pero ante los bajos precios del tallo y el alto costo de los jornales, los dueños de las fincas han optado por sembrar pasto, para engordar ganado, que requiere menos trabajadores.
Antes de entrar a Abriaquí, además de la antena de celular que no puede faltar, se ve allá arriba y sobre el occidente, la cruz desde la cual se toman fotos panorámicas muy bellas.
El bus de Gómez Hernández se detuvo a todo el frente de la iglesia principal, que no es gran cosa por fuera, simplemente una espadaña en ladrillo pintado.
Todo el mundo en la plaza se concentra en el transporte que acaba de llegar, para saber, quién vino, con quién, qué trajo, etc.
Lo primero que hice fue sentarme en la Heladería Luz de Luna, en el costado norte de la plaza principal, atraído por la música a tan alto volumen, que allí se emitía.
Me encanta este programa: escuchar vallenatos clásicos como aquel titulado: ‘Arco Iris’ y, mejor aún, la canción popular de Los Pamperos: ‘Que Dios te lo pague’, con el cual me complacieron apenas pedí el ron con Coca-cola.
Entré a fotografiar la iglesia, simple pero bien tenida. Ahora luce adornos navideños sencillos. Se pisa sobre baldosa antigua y el cielo raso conserva intacta, una prístina cubierta en lámina de metal troquelada.
A esta hora la mujer joven más escultural de la comarca, se pasea por el centro de la plaza muy orgullosa, llevada de la mano por su novio.
Casi todas las calles del pueblo están decoradas con guirnaldas, papeles brillantes y adornos navideños. Hubo un concurso de parte de la alcaldía, para premiar la calle mejor decorada.
La plaza de Abriaquí es pequeña, aunque se ve más grande gracias al parque mínimo, de cuatro árboles y una fuente de agua en el centro. Desde lo alto la rebeca arriba deja caer el líquido sobre tres platos a diferente altura. Un carbonero florecido embellece el espacio público de pocas bancas.
La mejor manera de pasar la tarde de domingo en Abriaquí, es sentarse en las bancas de madera que hay en la acera de abajo, para ver quién sale al parque, qué vestido lleva y cómo está peinada. Debajo del hotel más central, hay varios lugareños descansando, con sus espaldas recostadas en la pared. Ahí cerca está ‘La Sinagoga’, una tienda de nombre muy particular.
Como quería caminar por algunas calles, le pedí al cantinero de la heladería, que me guardara el morral mientras conocía el pueblo. Para su seguridad, le abrí los cierres al tiempo que le enseñaba mi ropa y el portátil.
- Y el ‘fierro’, dónde está? – preguntó el hombre sin recelo.
- No hombre, qué tal, – le respondí alarmado – a mí lo que menos me gustan son las armas.
El río Herradura pasa por un lado del pueblo. Al otro lado, se levanta el cerro sobre el cual está la cruz que ya había visto y el Cristo Rey descrito arriba.
Entré a admirar los anaqueles en madera antigua, de la tienda veterinaria, que hay en el marco de la plaza. Esos estantes tienen más de 80 años, según me cuenta su dueño y aún así la madera sigue intacta.
Al final del barrio El Diamante, varias personas celebraban, mientras calaba el sancocho que hervía en el fogón de tres piedras. Son lo más granado de la sociedad abriaquiseña. Allí libaban el Juez, el odontólogo, el médico veterinario y la ingeniera. A todos les causó impacto el que yo viajara solo, les parece difícil no tener compañía para pasear, no por seguridad, sino porque, pienso yo, son muy timoratos para este tipo de aventuras.
Atravesé de nuevo el parque, a la vista de todos los que allí descansaban. Sin lugar a dudas, el acontecimiento más destacado de esta tarde de domingo en Abriaquí, fue la presencia de un señor de camisa azul y sombrero caqui, que andaba tomando fotos por el pueblo.
Cuando caminaba por la cancha de fútbol, el colegio y el coliseo, que están a la entrada, llegó muy sucia, la hermosa escalera, Ford 59 en la cual regresaré a Frontino.
Mientras el conductor se decide a salir, observo a Matias, un niño que permanece inmune a todo lo que ocurre a su alrededor.
Cinco minutos después, el pequeño sigue concentrado en su ‘trabajo’: llenar una botella de Malta, para vaciar el agua en la tapa y botar el resto en el tanque de la fuente. El chico se queda observando cómo cae el chorro de agua cristalina, tan maleable, tan transparente, tan fugaz.
Qué belleza de niño, se ve que tiene una excelente motricidad fina, a juzgar por la precisión con la que deja caer, solo un pequeño chorro, en la tapa del envase.
En este momento, el reloj de la iglesia señala la hora exacta: cuatro de la tarde. En la panadería Leopán, compro por mil pesos, un roscón con nueces y brevas, qué delicia. Pocas veces me había comido algo igual. No es de hoy, pero sabe rico. Cómo será recién horneado.
Quise conocer la Ermita, en honor de santa Rosalía, de la cual se enorgullecen los abriaquiceños. Pero el moto-taxista que encontré, estaba tomando licor y no podía trabajar hoy. Además, la capilla no está cerca, queda a diez minutos en moto o media hora a pie.
Por fin a las 4:30 salimos en la escalera que conduce un joven de 15 años, muy despierto y colaborador con su padre en el trabajo. Esta es la única ruta que sale hacia Frontino, después del medio día. El pasaje cuesta $9.000, para hora y media de viaje, por carretera destapada.
Me llevo a percepción de un pueblo pequeño, recogido y un tanto aislado del mundo exterior. Lo disfruté bastante y en realidad tiene méritos para llamarse: ‘La Acuarela Natural’.
Hasta el 2023 el alcalde de Abriaquí es el señor Héctor William Urrego Quiroz.